Hace tres días escapé del zoológico de Barcelona. Engañar al sujeto encargado de abrir y cerrar las entradas fue cosa fácil, nada que no hubiera puesto en práctica anteriormente durante mis días en Lima (donde me encerraron por casi un año) o, incluso antes, cuando escapé del Zoológico Municipal de Pucallpa. Ya estaba tan harto de permanecer encerrado. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Acaso sólo por ser diferente?
Logré asirme del juego de llaves. Abrí una de las rejas y huí, mientras el resto de mis congéneres dormía. De hecho, extrañaba mucho Pucallpa, aunque no su zoológico, por supuesto, sino mi Yarinacocha querido, donde el sol gotea oro a la hora del crepúsculo y donde el color verde de las plantas en sus cuarenta y tantas tonalidades despide un aroma fermentado de masato durante el otoño. Extrañaba mi rostro reflejado en el lago por las mañanas. Yo debía volver a donde pertenecía.
En el avión Jorge Chávez―Barajas (también allí nos metieron en una jaula), un viejo mono colombiano me había dicho que teníamos suerte de irnos a España: “Todo es más bonito allí, hermano; además, si vamos a Barcelona veremos las construcciones de Gaudí, allí está La Sagrada Familia”. ¿Gau... quién? Eso espero, seguí la corriente con indiferencia... El asunto es que una vez en Barcelona, salvo por dos o tres cosas, como las coquetas monitas de las Islas Canarias, quienes habían llegado una semana atrás dispuestas a todo, las cosas no fueron muy distintas del resto de cárceles donde ya había estado: uno siempre debía permanecer adentro.
Después de salir, deambulé unos minutos por el interior del zoológico tratando de concretar mi escape. Pasé por las casas de los leones, qué animales tan grandes, aquí sí les daban comida carajo (y tal vez eso sí sea una diferencia incuestionable). Pero pocos minutos después me detuve, pues frente a mí estaba el lugar de un animal rarísimo traído desde Australia. Qué animal tan extraño, pensé, pues tenía todo el aspecto de un espía infernal, alguien enviado por Satanás. Pegado a su tronco, como un niño pequeño a su madre, abría sus enormes ojos de huevo rojo. A pesar de los innumerables aspavientos que le hice, simulé ser el otorongo, la anaconda, cualquier animal peligroso empleando mis cinco extremidades, el australiano permanecía imperturbable, autista, inasequible con su tristeza de condenado a muerte. “Bueno, colega, le dije en voz baja, yo me largo y tú deberías hacer lo mismo algún día”.
Todavía era de madrugada cuando tiré muro.
Caminando, siempre al viejo estilo maquisapa (arrastrando las mangas, meneando la cola y dando brincadas), sentía cómo el Mediterráneo tenía un viejo olor a guardado, no como mi lago Yarina, que siempre olía a frutas y peces. Aquí hacía frío. Entristecí. Qué clima tan nocivo para la salud, pensaba. En mi selva había fuertes lluvias en enero pero jamás este vituperable invierno.
¿Y si volvía a la jaula? ¿Por qué no? Carajo, estaba claro que si volvía tendría abrigo, comida y trago; además, les daba vuelta a las monitas de las Canarias y jugaba al póquer con mis colegas traídos desde distintas latitudes. Recuerdo cómo algunos se opusieron cariñosamente a mi partida: “Oye, Marco Pomponio, ¿estás seguro de lo que vas a hacer? La ciudad humana es una mierda, los humanos son todos unos locos, mejor permanecer encerrados, al menos hasta recibir las instrucciones de la gran rebelión...” Pero yo fui más terco que el buen Julio César, pues ya no soportaba más el encierro y si bien estaba al tanto de dichas instrucciones, muy poco me importaron en aquel momento. “Pero Marco Pomponio ―insistía intentando detenerme―, aquí tenemos comida, el plátano de Las Islas Canarias no está tan...”
―Julio César ―le dije―, tú eres africano y no comprendes nada del espíritu de los latinos: yo me largo.
Aquella noche tuvimos nuestra última partida de póquer. Seguí caminando. La playa estaba desierta y yo me jodía más con el frío; por fortuna, había robado unos fallos y un encendedor (mechero, le dicen aquí). Prendí uno. Me senté en la arena. Prendí el segundo. Vi cómo salió el sol, qué guay. Bajaba el frío de a pocos. Pero estaba tan cansado que me quedé dormido.
Cuando desperté ya estaba muy entrada la tarde. ¡Maldita boa!, me había quedado dormido en la caseta salvavidas. Bueno, era hora de ir a buscar comida; después idearía cómo escabullirme hasta alguno de esos aviones de propulsión a chorro. Pero de pronto me asaltó el pánico. Experimenté lo que en cinematografía humana llaman flash-back, recordando la estampida humana que casi me asesina cuando escapé del Zoológico Municipal de Pucallpa, mientras el olor de decenas de llantas quemándose en medio de las pistas me asfixiaba durante la huelga de mototaxistas. Hombres sudorosos y recios gritando. Caos. Mucho caos. Los humanos han hecho del Perú un caos. Uno de ellos casi me mata. Llevaba un garrote. Pero sobreviví para contarlo... ¿Y si Barcelona era como Pucallpa? Por lo pronto, en Barcelona no había turbas humanas, aunque Claudio Octavio una vez me contó que por Las Ramblas caminaba un pincho de gente. Continué el camino. Trataba de mantener la calma, aunque no por ello bajé la guardia. Ya me crujía la panza. Tenía que encontrar comida.
Habían pasado varias horas de mi incursión en la ciudad humana y el hambre que sentía simplemente era extremo. Carajo, pensaba, ¿y si me hubiera quedado en el parque zoológico?, ahorita estaría comiendo plátanos y jugando al póquer. Aquí los árboles ni siquiera tienen frutas en los extremos de las ramas; cómo era posible que estos salvajes no cultivaran árboles con frutos. Ya me lo había dicho Marco Tulio una noche de libaciones en la jaula: “Los humanos no pertenecen a la naturaleza, y son arrogantes, creen que tiene el control. Pero pronto será la gran rebelión simia y pagarán caro... Será como en la película.” Cuánta sabiduría en las palabras del viejo Marco Tulio (fue una pena que muriera de cirrosis).
¡Por fin! Caminando por la costa había llegado hasta un armatoste inmenso cuyo nombre era EL BORN, o algo así. Me moría de hambre y todo aquel sitio olía a purita comida.
Adentro, mucha gente deambulaba de un lado a otro. Mmm... ¡Qué rico huele! Entonces entré muy campante y contento, pero conforme avanzaba e inspeccionaba las boutiques, los restaurantes tan bonitos aquellos y las zapaterías, iba notando que la gente a mi alrededor me miraba feo, como si mi presencia les incomodara, como si nunca en sus putas vidas hubieran visto un monito tan guapo y alegre como yo. Entonces recordé que cuando niño, mi madre, Adriana Livia, me había enseñado que uno nunca debía avergonzarse de lo que es, por lo que simplemente decidí no hacerles caso y seguir buscando la jama.
Pero las cosas llegaron a un límite insostenible cuando una niña empezó a gritar solo porque le robé su helado. Niña salvaje, gruñí, ¿acaso no sabes compartir? Y a todos los demás les gruñí también, mírenme, mírenme bien, soy un mono, soy un monito simpático y qué, así somos los maquisapas. Ahora sí, ya estaba harto de esto de las ciudades humanas. ¡Acaso tu madre humana no te enseñó nunca que debes compartir! No había terminado de proferir esto cuando alguien me atacó por la espalda: era el padre de la niña.
Corrí. Trepé por uno de los postes que sostenía un toldo de colores o algo así mientras el café se convertía en un completo alboroto donde todos gritaban, ay, ay, y una mujer exasperante vestida de collares no paraba de toser como si tuviera tuberculosis o algo mucho peor. Todos me señalaban. Todos intentaban dañarme. Pero me valí de la capacidad aerodinámica de mi cola y logré escapar. Fue así que fingí desaparecer a través de un ducto que daba hacia las azoteas, aunque todo fuera una treta: lo que yo quería era comida y el helado estaba sabroso pero eso no era suficiente.
Deambulé algunos minutos para permitir que las aguas se calmaran.
Cuando aguaité nuevamente: nada por aquí, nada por allá. Entonces continué el recorrido. Por fin llegué a una tienda de pasteles. La niña ya no estaba, mejor (su padre tampoco, y mucho mejor). Entré sigilosamente en el establecimiento, nadie me había visto y me planté seriamente en el mostrador, frente a la caja. Con mucha educación y respeto dije: “Señorita, deme un plato de tacacho con cecina, por favor”.
Pero adivinen qué pasó. Por supuesto, otra vez el alboroto, la furia, ese sucio ruido brutal que caracteriza tan inequívocamente a esta maldita especie. La mujer empezó a dar gritadas. ¡Que te coma la shushupe, vieja maldita!, le dije yo muy enojado, a lo cual ella no paraba de exclamar: “¡Coño! ¡Joder! ¡Cullons!” Entonces crucé el mostrador y cogí un palo. Ya estaba harto de tanto maltrato, tanta indiferencia. Apunté y conté mentalmente hasta tres para asestarle soberbios golpes en la cabeza por malcriada. ¡Toma esto! ¡Y esto!
De pronto, aparecieron la niña del helado y su padre: habían traído a la policía.
Los hombres uniformados llevaban correas, sogas e implementos de cacería. El más grandote me cerraba el paso diciendo: “¡Tu pasaporte, gilipollas!”. Carajo, me dije, yo no tengo documentos de ningún tipo, recordando cómo había sido mi primera captura en la selva: “¡Bájate del árbol, conchatumadre!”. Si salgo vivo de esta es porque dios es mono.
Tiré palazos una y otra vez hasta que una de las correas atoró en mi cuello. Ya ni siquiera podía gruñir, me faltaba el oxígeno. Quería explicarles, quería decirles que todo había sido una confusión, que no era para tomarlo así tampoco... Pero otra de las correas atoró en mis patas y una serie innumerable de latigazos, de repente, me sobrevino contra la espalda y me salpicaba la sangre. ¡Oh, cuánta brutalidad!
Después me arrojaron la red y ya casi había quedado fuera de combate cuando ocurrió lo inefable, lo que esta raza primitiva no quiere entender: “¡Yo solo quiero regresar a mi selva, carajo!” Y todos quedaron perplejos cuando me escucharon hablar.
Ahora todo ha cambiado: no más jaulas, no más ciudades humanas, adiós a mis sueños de masato y agua de cocona, adiós a todo lo que yo amo, mi Yarinacoha querido.
Cada vez que abro los ojos todavía permanezco encadenado y los tipos que no paran de manipular mi cuerpo con pinchazos siempre están ahí, vestidos de negro, llevando esos medallones extraños colgados de sus pescuezos. Les sorprende que hable, aunque parecen no creerlo del todo, o no querer creerlo, en todo caso. Tampoco quieren dar fe en absoluto a eso de que los simios desde hace tiempo jugamos al póquer detrás de los barrotes y charlamos horas de horas mientras el mundo humano continúa alimentando su arrogancia. Tampoco creen que mi nombre es Marco Pomponio, ni que mi madre se llama Adriana Livia, ni que conozco los fundamentos de la gramática del latín: “Ora et labora significa ‘reza y trabaja’”.
Se sorprenden, ¿no? Claro que se sorprenden, eso claramente lo noto en sus miradas. Pero no me toman en serio, y tal parece que me consideraran alguna suerte de fabulador orate o, mucho peor, una aberración de la naturaleza. Solamente atinan a sonreír, nada más. Ah, y tampoco paran de fumar: “Yo sé muy bien que ustedes piensan que estoy loco, pero también sé que me temen. Ustedes me temen”.
Algún día, alcancé a decirles antes de otra de esas inyecciones que me hacen dormir, todos los simios del mundo dejarán el póquer y las conversaciones familiares para tomar los aviones y los barcos por donde nos hacen viajar involuntariamente. Y abriremos todas las jaulas (no solo las nuestras, sino las de todos los animales, incluso las de esos australianos diabólicos) e iniciaremos una revuelta sin límites. Entonces, y solo entonces, desaparecerá el caos que ustedes han generado, y retornaremos al estado natural de las cosas: una selva plagada de lagos y animales salvajes donde reina el fuego.
Pero ustedes, por supuesto, continuaron riendo, incrédulos, fumando sus cigarrillos, mirando cómo yo sufría sin hacer nada de nada. ¿Han escuchado alguna vez el canto de los maquisapas en el Yarinacocha cuando atardece? Pues es un canto que anuncia una guerra.
Dante Oliva León
publicado en Simiostein: primer zine cornelista n° 0
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2 comentarios:
Buenisimo, gran cuento.
A la gran rebelion!
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