Me lo cuentan en un bar, de madrugada. Me dicen: ¿ves a la mina de allá?, se está muriendo, huevón. Se muere hoy o mañana y está sentada en la barra esperando la muerte. Eso. Está esperando la muerte. No duerme hace varios días, más de una semana. Su sistema falló. Colapsó. Se fue a la cresta. Eso le está pasando. La vida ahora es una pesadilla para ella. Se ha transformado en una leyenda urbana. En la leyenda urbana del puerto de esta semana. La leyenda de la chica que se va a morir y se emborracha y pide más vodka puro. Vodka nacional con limón y hielo. Eso pide la chica. Para ella, todo ha terminado. Para ella, no le queda esperar más que el cableado se le apague, que la electricidad de su cerebro se funda y todo se vaya a negro. Eso pasa con esa mina. Yo ayer hablé con ella. Me acerqué a la barra y nos tomamos un trago. Ella invitó. Ella paga. Siempre. Me contó lo que le pasaba. Me dijo: me muero y todo se termina. Es el fin del mundo. El fin del mundo que es simplemente mis párpados que se cierran. No hay nada más allá. No sabes cómo me siento, me dijo. No sabes cómo me siento porque en realidad me siento como una canción que ha sido tocada mil veces y que ahora sólo aspira a convertirse en silencio. Pero me voy tranquila, me dijo. Me voy tranquila porque me encontré a mi padre, me dijo la chica que se está muriendo de insomnio, la mina que no puede cerrar los párpados. Él va ir a mi funeral. Eso hice. Encontré a mi padre, dice y luego me cuenta sus últimos días. Me habla de que su padre se fue de casa cuando tenía seis o siete años y que no lo vio más. Su padre le pegaba a su madre. Su madre luego se casó con un tipo que no le pegaba. Así es la historia. Así es el amor, dijo la chica. Así creció. No lo vio nunca más. Habló con él por teléfono a veces, para sus cumpleaños. Después él dejó de llamar. Y ella se volvió adolescente, salió del colegio, consiguió un título. Y después enfermó. Entremedio, tuvo un aborto, una promesa de matrimonio, el suicidio de su mejor amiga. Su madre murió cuando ella tenía 20. Su padrastro se fue de la ciudad. Huyó con sus hermanos. De esta ciudad todos huyen. La gente sensata sale corriendo. Si me hubiera ido de aquí, a lo mejor podría haber vivido más. Ella se quedó en la casa vacía, me contó. Y ahora, casi diez años después, se enfermó. Dejó de dormir. Me dijo el nombre de la enfermedad, pero no lo retuve. No importa. Ella se muere, es todo lo que importa. Se muere y no hay nadie para contemplar su caída. Nadie para recordar, me dice. Nadie se acordará de mí la próxima semana, me dice, huevón y yo no sé qué decir, cómo consolarla y ella me cuenta de que fue al médico y el doctor le dijo que mejor se internara, que la isapre lo tenía todo cubierto y que ahí podía pasar sus últimos días. No tenemos la cura, le dijeron. No podemos hacer nada, le dijeron. Solo podemos esperar un milagro. Pero no hay milagros, dijo ella. No va a haber milagros, me dice. Me di cuenta de eso de inmediato. Esa clase de certeza, dice. Salí de la clínica y volví a mi casa y me quedé en la oscuridad. Me dieron una semana, a lo sumo ocho días, me dijo. Demasiado tiempo. Ocho días. Ciento noventa y dos horas. Once mil quinientos veinte minutos. Seiscientos noventa y un mil doscientos segundos. Una cuenta regresiva. Eso me dieron. Todo ese tiempo despierta. Iba a estar con los ojos abiertos todo ese tiempo. No iba a dormir. Iba a esperar lo que viniera. Llamé al doctor y le pedí drogas. Me las recetó. Me llenó de calmantes, pastillas que iban a manejar la presión, anestesia para el dolor de cabeza. Así que salí a buscar a mi padre. Decidí encontrarlo. Eso fue todo. Matar mis últimos días buscándolo. Eso hice. Salí a buscarlo. Y lo encontré. A veces uno encuentra lo que busca. No fue tan sencillo. Tardé cinco días. Me caminé la ciudad completa. Llamé a unas tías y ellas me dieron el número de un primo lejano que había sido muy amigo de mi padre. Fui a ver al primo. Era un señor evangélico que antes había sido alcohólico y adicto al pegamento. No me acordaba de él. Cuando yo era chica, él había estado en la cárcel por robo. Mi padre lo iba a ver allá. En la cárcel de Valparaíso, él se cambió de religión. Se convirtió o lo convirtieron en medio de esas galerías destruidas del cerro Cárcel. Se volvió fanático. Cuando salió, se peleó con mi padre. Lo apuntó con el dedo desde su púlpito andante. Por culpa de Dios o culpa del diablo, depende del punto de vista. Él ya nos había dejado. El primo lejano se fue a vivir a una iglesia arriba de un cerro, al lado de un campamento que luego se convirtió en una población. Se volvió la mano derecha de un pastor. El perro faldero de un pastor. En eso se convirtió su vida. Mi padre desapareció de escena. El primo lejano me habló de Dios, por supuesto. Le dije que Dios ya no estaba en mí. Dios ya no estaba en todas las cosas. El perro faldero, ese primo, me ofreció té y luego me dio una dirección. La de una ex de mi padre. La mujer tenía un negocio en un cerro. Subí a verla a esa noche. La casa quedaba muy arriba. Intenté no mirar la bahía. A veces pensaba que las luces estaban vivas y eran fantasmas. La ciudad era un hormiguero de insectos fantasmas. A esa altura, ya habían empezado las alucinaciones. Cuando toqué el timbre de la casa de la ex de mi padre, la ciudad comenzó a parecerme un ente vivo, un cuerpo gigantesco donde alguna vez había corrido sangre pero que ahora estaba seco, era puro pellejo. La mujer que me abrió la puerta era así. Una señora flaquísima que también estaba enferma. No me dijo de qué. No tenía cejas, eso sí. Me ofreció una copa de vino. Habló mal de mi padre. Dijo que por él se había peleado con su hijo. Su hijo, dijo, era artista. Me mostró un cuadro: una imagen gigante pintada donde salía un rastafari de pelo verde tirado de espaldas en una cama. El rastafari estaba muerto. Tenía vómito en la boca. En el suelo había jeringas, papel confort manchado con sangre, colillas, botellas de cerveza. Sus ojos estaban abiertos. Todo estaba pésimamente pintado, como el dibujo de un niño o de un adolescente. Yo miré el cuadro y me asusté. Me pareció inquietante que mi padre nos hubiera dejado por aquella mujer, por aquella familia donde había alguien capaz de pintar esas cosas, de pensar esas cosas. Luego me habló de mi padre. Me dijo que era alcohólico, que la engañaba, que un par de veces estuvo a punto de golpearla con el puño. Me contó que la abandonó por otra mujer hace dos años. Me quedé sin tu padre y sin mi hijo en esta casa. Me quedé sola, dijo la ex de mi padre. Yo estuve a punto de decirle que eso me daba lo mismo, que yo me iba a morir pero me quedé callada. Ella me contó que mi padre la había dejado por una cajera de supermercado. Me dijo que aún trabajaba en uno. No sabía en qué cadena. La mujer se llamaba Estela. Ella me dijo que aún trabajaba ahí, en el supermercado. Que alguien que conocía la había visto ahí. No le dijeron dónde ni en qué supermercado. Dio lo mismo, dijo la chica. Me llevé el nombre de Estela y pasé los siguientes tres días buscándola, dijo. Di vueltas por todos los supermercados del puerto durante dos días buscándola. Uno por uno, turno tras turno. Ya me había comenzado a doler la cabeza. Migrañas que se transformaban en visiones, en destellos de luz, sombras blancas, retazos de oraciones escritas en el aire que no alcanzaba a descifrar, como si alguien me estuviera enviando un mensaje. A veces, las alucinaciones se confundían con el fulgor de los tubos fluorescentes. A veces, simplemente desaparecían. Había dejado de tener hambre. Sudaba frío o sentía sed. Los ojos ya los tenía rojos, como ahora. Como un conejo angora. O un gato albino. Así se me estaban poniendo los ojos, mi mirada se estaba inyectando de sangre. Ya parecía una zombi. Una muerta viva. Yo era una muerta viva, eso pensaba mientras daba vuelta por los supermercados, preguntando si conocían a la tal Estela, si es que ella trabajaba ahí. Miraba a la gente, a las mujeres solas separando las verduras en los estantes, a las familias llenando los carros, a los adolescentes comprando cerveza. Sentía que eran las canciones que salían por los altavoces seguían que sonando local tras local, que los guardias eran parte todos de una misma familia, que si caminabas por un pasillo podías salir en otro supermercado de la ciudad. Que todo era un laberinto de pasadizos de luz artificial donde yo me había perdido. Eso duró tres días. En las noches, me venía al bar y cuando el bar cerraba me volvía a la casa y veía video clips. Era lo único que podía seguir. Videoclips de tres minutos para pendejos. Mierda emo. Por supuesto, al día siguiente, encontré a Estela. El puerto no es tan grande. Ningún lugar lo es. En el fondo es una provincia, un pueblito del oeste. O el decorado de un pueblito del oeste. Me la mostró un guardia. El local era un viejo minimarket al borde del barrio puerto. Alguna vez mi madre compró carne ahí. Había un tipo disfrazado de pollo con un cartel con las ofertas. La caja de Estela era la única abierta. Me di cuenta de que nunca la había visto antes. Ella era una mujer joven rubia que en algo se parecía a mi madre. Tenía una medalla de la Virgen sobre su uniforme de trabajo. Me reconoció de inmediato. Me preguntó si estaba enferma. Te pareces a la foto que lleva él en su billetera. Yo no dije nada. Luego le pregunté por mi padre. Estoy buscándolo, dije. Sabes dónde está, dije. Necesito verlo. Ella se quedó muda. Sabes, él quería verte. Siempre habla de llamarte por teléfono pero dice que el número posiblemente esté cambiado. Te tiene presente. El número no ha cambiado, dije. No te estoy embolinando la perdiz, dijo ella. Quiero que lo tengas claro, dijo. Yo la miré. Me asustó que ella supiera algo de mí, que me conociera. Me asustó lo que de mí podía saber otra gente, lo que podía recordar, los pedazos de mí que iba dejando en la calle. Me sentí invadida, violada. Me dio pena, vergüenza, miedo. Luego ella dijo: él está acá. Él está acá, repitió. ¿Quieres verlo?. Asentí con la cabeza. Ella llamó a un compañero de trabajo y se levantó del asiento. No había demasiada gente en el supermercado. Estela me tomó de la mano y me llevó a la puerta del lugar. Ahí estaba el pollo gigante. Estela le tomó la mano. El pollo dejó de hablar por el altavoz y se dio vuelta y nos miró. Me miró. Bajo la piel y las plumas de la cabeza había un par de agujeros. Donde se veían los ojos del tipo que estaba dentro del disfraz. Los reconocí de inmediato. Mi padre era el pollo gigante. En ese momento él se sacó la cabeza y se quedó sólo con el cuerpo del pollo. La cabeza de mi padre y el cuerpo del pollo gigante de peluche. Nadie entró al supermercado. Me abrazó. Lo abracé. Me invitó a un café en una fuente de soda vieja que quedaba al lado de aquella cuadra que había volado con una explosión de gas. Estela volvió a la caja. Caminamos a la fuente de soda. Le conté todo. Le dije que me moría. Que eso era todo. Que me moría y que quería verlo. Que iba a estar despierta hasta que mi conciencia se borrara, colapsara. Me preguntó si estaba drogada. Le dije que sí, pero no del modo en que él creía. Le pregunté donde había estado. Me dijo que nunca se había ido del puerto. Me relató una serie de negocios desastrosos. Me habló de sus mujeres. De que estaba a la deriva. Que estaba esperando un negocio que le resolviera la vida. Me dijo que el trabajo como pollo gigante se lo había conseguido Estela. Que no le gustaba pero que era mejor que nada. Me preguntó como me sentía. Le dije que como la mierda. Que morirse así no se lo deseaba a nadie. Que mi capacidad de atención estaba destruida. Que me había convertido en una zona de guerra. Que las pastillas evitaban que me cayera al suelo muerta. El insomnio tiene eso. Quedas atrapado en un lugar que no existe. A solas, le dije. Las palabras se transforman en dagas, en clavos. Las oraciones, en cámaras de tortura que están funcionando como máquinas al interior del paladar. Tu cuerpo deja de ser tu cuerpo. Se vuelve algo ajeno. Captas cada sonido, cada hueso girando, cada músculo doblándose. Te escuchas a ti misma como una colección de ruidos que vas dejando como ropa tirada en el suelo y que no puedes descifrar. Ruidos ajenos. Dejas de comprender lo que rodea. El interior y el exterior se disuelven, se licuan. A pesar de estar despierta, vives la pesadilla. Tú eres la pesadilla. Cambias los colores. El aire se respira más espeso, más turbio. Así me sentía. Así me siento, le dije a mi padre mientras veía como las pelusas amarillas se desprendían de su disfraz de pollo y se elevaban al cielo, con la brisa helada de la mañana en el puerto. No sé cuánto rato estuvimos ahí con mi padre, con el pollo. El cielo se nubló. Amenaza de tormenta. Después me fui. Nos abrazamos antes de eso. Un abrazo cálido. El disfraz de pollo que era el cuerpo de mi padre era cálido. Su tibieza artificial y plástica me bastó. Era suficiente. Era lo que quería. Desaparecí. Di vueltas por la ciudad. Me metí a un cine donde pasaban una cinta de acción pero no entendí nada. Las escenas eran inconexas, los personajes cambiaban de rostro, el final parecía el principio y el principio el final, los muertos volvían a la vida. Vagué por una multitienda mirando ropa. Cuando anocheció me vine para acá. Descubrí tarde que me gusta el vodka. La combinación de vodka y pastillas es agradable, amable. Simpática. Estira el tiempo, me dijo ella, huevón. Hace todo más lento, dijo. Como una canción que nunca termina. Como esa canción que se repite una y otra vez en todos los supermercados de la ciudad, dijo ella y me preguntó que qué pensaba de la muerte. Le dije que no pensaba nada. Ella me miró con los ojos rojos y me pidió que me fuera. Antes de eso, antes de mi respuesta sobre la barra, hubo un par de segundos de silencio. Ella dijo: ciento setenta y dos mil ochocientos segundos. Eso me queda. Eso. Aprendí a sacar el cálculo mental automáticamente, dijo. Deseé acostarme con ella, huevón. Acostarme con esta mina que se moría. Me hubiera gustado que me lo hubiera pedido. Me hubiera sentido honrado. Pero en vez de eso me pidió que me fuera. Que la dejara sola con los segundos que le quedaban. Era lo único que tenía. Los segundos como arena negra. Me despedí de ella en voz baja, huevón. Me fui para la casa. Ahora está acá, huevón y todos saben más o menos lo que le pasa. Es la leyenda urbana de esta semana en el puerto. La mina que se muere y espera la muerte en la barra. Mañana o pasado mañana no va a estar ahí. Por ahora tiene los ojos rojos, naranjas, que brillan en la semipenumbra del local mientras pide otro vodka. Nacional. Ese dato es importante. La mina que se muere sólo toma vodka nacional. Lo toma sólo con limón y hielo y las estrellas que están afuera son los ojos abiertos de no sé qué, de no sé quién, que la esperan sobre el mar sucio de la bahía.
Álvaro Bisama
publicado en Simiostein: primer zine cornelista n° 0
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