Vengo maldiciendo en silencio a bordo del vuelo 809 de Aerocalifornia que hará tres escalas entre el DF y Tijuana. En un autobús soy capaz de tolerar un trayecto de ocho, doce y hasta veinticuatro horas, pero en un vuelo charter, donde los asientos se reclinan apenas unos diez centímetros, y el mío sólo unos cinco porque está descompuesto, debo hacer uso de toda mi paciencia para no estallar en un ataque de furia donde la única víctima sería yo. Estaré metida en esta chatarra durante mínimo ocho largas horas. Es también la razón por la que me he puesto a escribir esto. Ni siquiera pasan películas y no traje ningún video para insertarlo a mi laptop y así poder evadirme.
Un hombre de edad avanzada que, por su vestimenta y la manera en la que es tratado por el personal de la nave parece poseer grandes extensiones de tierra, va sentado en el asiento al otro lado del pasillo. Está muy tranquilo. Le tengo envidia. Es un hombre octogenario y parece tolerarlo todo muy bien, en una actitud muy Zen, mientras que a mí, que cumpliré treinta años mañana, me está costando muchísimo trabajo. No tengo comida, no tengo un suéter que me cubra en este congelador en el que suelen convertirse las cabinas de las aeronaves, no tengo más entretenimiento que la lectura de una revista cultural que más bien está actuando como somnífero en un asiento en el que me es imposible dormir.
Ahora huele a sandwich de atún. Me da asco el olor de los alimentos cuando mi pensamiento se dirige hacia el hecho de que estamos en este sitio encerrado, en un ambiente en el que el sistema de aire acondicionado hace que respiremos nuestras propias exhalaciones recicladas innumerables veces.
La víspera de mi partida fue un día como todos: por la mañana monté mi bicicleta hacia mi trabajo, por la tarde visité a Edwarda, la amiga con la que viajo. Debía pasar a su casa para ultimar detalles sobre la salida al aeropuerto del día siguiente. La encontré con un par de amigas más celebrando una reunión. Bebimos vino y fumamos, después de un rato había llegado el momento adecuado para despedirme, ir a casa y preparar el equipaje. Al día siguiente el taxi pasaría por nosotras a las seis y media de la mañana. Pero no: sucedió exactamente lo contrario. Bebimos la primera copa y la cadena de acontecimientos fluyó dejándonos a Edwarda y a mí en condiciones de bultos dolorosos para emprender nuestra travesía. Preparar el equipaje borracha es de lo mas tonto, uno carga con las cosas que no hacen falta y olvida aquellas que son esenciales.
Llegamos a Tijuana resacosas pero por fortuna, en el último vuelo, tuvimos una grata compañera en el trayecto: una mujer de unos cincuenta años, guapa y con actitud muy relajada. Cuando le pregunté a qué iba a Tijuana, simplemente me respondió: voy a San Diego porque tengo un novio allá. Yo por el contrario no soy capaz de establecer relación que dure más que unas horas en plan romántico con un hombre, me angustio todo el tiempo sabiendo que debo correr a Los Ángeles cuanto antes a hacerme mi primer lifting de rostro y no tengo el presupuesto.
Ya son las cinco de la tarde y estamos llegando a nuestro destino que son las playas de Rosarito. En el trayecto, el sol se ocultó e incluso comenzó a soplar un poco de viento frío. Pero no nos importaba, queríamos estar en la playa cuanto antes por lo que, al llegar al hotel, nos registramos y salimos corriendo hacia el mar. Nos dejamos revolcar por las olas una y otra vez, luego nos tendimos sobre nuestros pareos y hablamos cualquier tontería hasta la llegada de la noche, en que nos fuimos a la cama exhaustas.
Hoy es siete de julio de dos mil siete, mi cumpleaños, por eso hemos hecho este viaje. Despertamos con ganas de ubicarnos en otro escenario, por eso nos vamos a Playas de Tijuana. Hemos llegado y ante nuestra vista se imponen una fila de estacas que tapan el paisaje detrás y cuya intención es impedir que la gente cruce a Estados Unidos. Una pickup de la policía entra invadiendo el espacio de los bañistas. Una pareja un poco borracha juega con sus hijos entre botellas medio llenas de alcohol. Edwarda comienza a sentir picaduras de hormigas y, como estoy acostada, las dimensiones de los insectos que se me acercan parecen colosales ante mis ojos. Me incorporo, y comienza a haber cada vez más hormigas rojas sobre nuestra sábana blanca. La niña pequeña de la familia juega en las olas con el pañal usado de su hermano. Una ventisca fría enchina mi piel y, sin pensarlo, me quito la ropa y corro una vez más hacia el mar para que alivie la desazón que estoy sintiendo. Después de tragar suficiente agua salada me siento renovada, con buen ánimo. Fuera del agua helada la temperatura ambiente se siente tibia. Mientras me escurro de pie, miro hacia el mar y lo que veo es perfecto para mí: el cielo completamente tapado por las nubes, un color gris azulado, dos barcos a lo lejos, seguramente petroleros, y las Islas de Coronado, dos gemelas quietas del lado derecho. Me dan ganas de llorar porque estoy aquí y me siento bien a pesar de que siempre insisto en arruinarme cualquier buen momento.
Edwarda y yo queremos fumar mariguana desde que llegamos pero no tenemos. Por eso mejor decido bañarme en el mar una vez más. Estar cansada me hace bien, así no tengo energía para lidiar con mis deseos. Siempre he pensado de esta forma, quiero retrasar el uso de ansiolíticos lo más que pueda, comenzar a los cuarenta por lo menos. Es la misma razón por la que me mantengo físicamente activa: bici, yoga, caminatas, para no convertirme en una masa de ansiedad.
Vuelvo con Edwarda, tomo la toalla para secarme el cabello y de pronto ella se levanta y corre en dirección al hotel, se dirige hacia un grupo de chicos. Yo aún estoy confundida por las revolcadas del mar, aunque, la verdad, es que con el tiempo me he vuelo un poco tímida, mucho más con chicos como esos que parecen tan jóvenes. Me llaman, pero yo no les entiendo, me vuelven a llamar y hasta que Edwarda me hace una señal para que me acerque, yo lo hago. Entre el mareo y el hombre negro que está frente a mí con brazos enormes y aretes de diamantes que forman el logo de Channel, yo sigo sin entender nada. Pero la visión de este hombre es simplemente un sueño, un sueño cruel por inalcanzable. Me pasan el joint al cual doy varias fumadas mientras me preguntan cosas, pero yo sigo mirando fijamente la cara de este gigante con letras tatuadas en los músculos de sus brazos, sin conectar en nada lo que me dicen. Por fin logro comprender, los chicos que rodean al amor de mi vida en turno, hacen las veces de sus guías turísticos y traductores. Me están diciendo con insistencia: “tiene mucho dinero, juega en los Chargers, vamos al hotel”, insisten con esto varias veces mientras el jugador de los Chargers me dice autoritariamente, como si escogiera un hotdog o una hamburguesa de un aparador de comida rápida “Now, you’re my girlfriend”. Muero por decirle que sí, porque eso pudiera ser realidad, muero por ser una beldad negra, con un cuerpo perfecto, la Miss California que pudiera acompañarlo a todos sus partidos, la niña de diecinueve a quién él carga con tal facilidad cuando cogemos como salvajes en los vestidores del gimnasio de la Universidad donde entrena. Pero no, hoy cumplo treinta años, tengo tantos complejos como prejuicios, los ojos ya no me brillan como antes, estoy cansada, ya no le creo. Ya no creo. Miro a Edwarda y tengo la certeza de que las dos estamos pensando algo similar: me estoy sintiendo como el personaje protagónico de Muerte en Venecia. Surge de pronto en mí una inmensa nostalgia por la década que ya se me fue e incluso me duele cada vez que este hombre de dos metros y veintitres años me repite: “Now, you’re my grirlfriend”.
Alejandra Maldonado
publicado en Simiostein: primer zine cornelista n° 0
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